21/9/15

QUILICURA 1960, RUGIDO DE MOTORES Y TERREMOTO

En el año 1960, el centro de Quilicura era la calle José Francisco Vergara, que tenía una extensión de apenas unas cuatro cuadras, es decir desde la plaza  a la calle San Martín, hacia el poniente.
La mayoría de las construcciones eran añosas casas de adobe que habían resistido el paso de muchos años
El comercio en la principal calle de Quilicura,  era muy precario, una carnicería, unos cuantos almacenes, la panadería y la botica de la esquina.
La principal característica, era sin duda la quietud, la pasividad de la aldea que no tenía alteraciones y que cada día no presentaba diferencias con el siguiente, es decir las horas quietas de cada día se prolongaban también a los fines de semana.
En el año 1960, Quilicura contaba con poquísimos vehículos motorizados, las calles solitarias dejaban el sentir de carretones y cascos de caballos, algún tractor y el transitar de campesinos que caminaban con sus herramientas.
Una vieja “micro” era el transporte público que  nos conectaba con Santiago, la capital.
No éramos más de 35 mil habitantes distribuidos en sectores muy específicos y reconocidos: “Las parcelas”,” la estación”,  “el pueblo”,  “San Luis”,  “Lo campino”,  “Lo Ruiz”, “Lo Zañartu”
Precisamente ese año, un hecho inusual trastocó la pasividad y convirtió a nuestra comuna  en el epicentro de ruidosos motores y de gran algarabía.
La federación nacional de motociclistas y el municipio, hicieron un convenio para que Quilicura se convirtiera en un circuito de competencias  y permitiera que llegaran hasta nuestra aldea connotados motoristas no solo de Chile, sino del nivel latinoamericano.
El “circuito de Quilicura” tenía un gran atractivo para los deportistas y prontamente las originales características de nuestra geografía atrajeron una gran cantidad de aficionados de la capital.
Lo pintoresco de Quilicura, era este aspecto de pueblo provinciano donde se respiraba la pureza del aire y se convivía con las tradiciones y costumbres del campo.
Un día  domingo, el verano del año 1960 se realizó la primera competencia del “circuito de Quilicura”.
De pronto, sin aviso previo, las calles de cerraron y antes del mediodía una gran cantidad de motos de toda cilindrada invadieron nuestro pueblo y los lugareños se sorprendieron con las hermosas motos y los potentes motores. Un olor de combustible y sequedad invadió  todos los rincones y los Quilicuranos sorpresivamente fueron protagonistas  de una nueva experiencia.
El circuito para la competencia se iniciaba en la calle José Francisco Vergara, luego por san Martín hacia el sur, hasta la calle Blanco Encalada.
La calle Blanco Encalada conectaba en la curva con Manuel Rodríguez y concluía por la calle Los Carrera.


Desde el punto de vista técnico, el circuito era magnifico, pues presentaba muchas curvas y zonas rectas donde los motoristas lograban una gran velocidad. Eran unos 1500 metros de pista en que  los vecinos se instalaban en las veredas para ver el paso de las veloces motos.
Las carreras, donde por cierto, no competía ningún Quilicurano, finalizaban al caer la tarde.
Al inicio, el impacto que provocó la presencia y la velocidad de las motos,  fue de gran connotación,   pero luego al considerar que se trataba de algo ajeno a nuestra idiosincrasia, dejó de tener importancia y los Quilicuranos optaron por seguir los días del evento, con normalidad e indiferencia.
Algo inesperado ocurriría uno  de aquellos domingos de competencia.
Era la mañana del domingo 22 de mayo del año 1960 y cerca del mediodía comenzó el ajetreo de los motoristas.
El control de los asistentes se hacía en la calle José Francisco Vergara en la esquina de la “botica” de la calle Los carrera. Era el único acceso hacia la parte poniente de la comuna.


Como había ocurrido antes, las calles del circuito quedaban vacías y las motos hacían rugir  sus motores mientras hacían el reconocimiento de la ruta.
El día de otoño estaba soleado de tal manera que los vecinos se instalarían en las veredas a compartir una agradable tarde.
La competencia propiamente tal se iniciaba ya pasadas las 14.00  horas. En verdad era un espectáculo muy atractivo pero que no estaba enraizado en las costumbres y en las tradiciones de la gente del “pueblo” de Quilicura.
Había competencias para las distintas cilindradas de motos pero todas las carreras tenían como característica especial el ensordecedor ruido de motores que exacerbaba  la  impavidez de los perros, de otros animales, de las aves y de los pájaros.
Pasadas las tres de la tarde la competencia estaba en pleno apogeo.
De pronto, lo inesperado.
Un violento temblor se dejó sentir pasadas las tres de la tarde. El ladrido de los perros el cacareo de las gallinas y gallos, el relinchar de caballos, el intenso ruido subterráneo del temblor se mezcló con el rugir de los motores y se desató el terror en todos los vecinos.
La tierra temblaba con gran intensidad y era fácil observar el movimiento de las plantas y los árboles, algunas techumbres cayeron y las más viejas construcciones de adobes empezaron a derrumbarse.
El sismo era de gran magnitud y de extensa duración.
El pánico se apoderó de los vecinos y poco a poco el ruido de los motores comenzó a silenciarse.
Esa tarde de domingo la competencia finalizó intempestivamente y la aldea retomó su quietud, aunque en el aire se respiraba un gran nerviosismo y una marcada incertidumbre.
Horas más tarde, cuando se recompuso la energía eléctrica, las radio emisoras anunciaban trágicas  noticias: un gran terremoto había sacudido el sur de nuestro país y las consecuencias eran devastadoras.


Fue al día siguiente cuando la magnitud del terremoto se hizo manifiesta, los diarios y la prensa de la época informaban que en la localidad de Valdivia se había producido un gran terremoto y que prácticamente toda la ciudad estaba derrumbada, eran cientos de muertos y desaparecidos  y que el mar había ocasionado maremotos no sólo en las costas chilenas, sino en otros lugares alejados del mundo.
El país había quedado desconectado, los ríos se habían desbordado y las carreteras estaban destruidas.
Lo que se vivía en el sur de Chile era el terror.
En nuestra comuna varias casas de adobes quedaron seriamente dañadas y otras construcciones se derrumbaron. Lo más peligroso fueron los cables del antiguo tendido eléctrico que se cortaron con la presión del movimiento.
Años después, en Chile nos enteraríamos que el terremoto de Valdivia, es el más devastador del que se tenga registro.
Aquel domingo 22 de mayo, fue el último domingo de competencia de los motoristas en el “circuito de Quilicura”.



10/8/15

UN SILO EN EL FUNDO "LO MARCOLETA" DE QUILICURA



El único acceso que había para entrar a Quilicura, era la calle Matta.
Se trataba de una hermosa ruta que mostraba a derecha e izquierda, las construcciones de adobes, las cercas de madera o alambre, las zarzamoras, los álamos y las enredaderas multicolores que colgaban desde las añosas murallas.
La ruta exhibía el  paisaje de un pueblo rural y apacible donde a lo lejos se distinguían cientos de bandadas de pajarillos , la quietud de una aldea provinciana,  los escasos vehículos que transitaban, especialmente carretones de carga y uno que otro campesino en su caballo o caminando por las aceras de tierra.
Viniendo desde el poniente, aparecían las haciendas y los fundos que convivían con una que otra casa de adobes.
Junto a la línea del ferrocarril, el “fundo El Carmen”.
Más acá, el fundo “Lo Zañartu”, “Las Parcelas”, “La Vuelta de los ciruelos”.
De este modo se llegaba al fundo “Lo Cruzat” y al fundo “Lo Marcoleta”
El fundo Lo Marcoleta era de los más antiguos de la Comuna.
Albergaba no más de veinte familias de inquilinos y en su época de mayor esplendor cosechaba en gran cantidad el trigo, la cebada los zapallos los melones y  las uvas.
Desde la calle Matta se podía observar la entrada del fundo que era un gran  portón de fierro adosado a una estructura de piedras.
 Junto al portón, una frondosa enredadera de flores rojas como pequeñas campanitas que asomaban desde la casa patronal.
A la entrada del fundo, unos enormes olmos de tupido follaje, que mantenían siempre el paisaje sombreado en inviernos y veranos.
Los trabajadores iniciaban su faena a las siete de mañana cuando un riel de acero se hacía repicar como una campana, anunciando que había que comenzar las labores,
A las siete de la mañana se abría el establo, se echaban a andar los tractores y los inquilinos y campesinos recogían sus herramientas desde una pequeña bodega junto al gran silo.
Los caballos se ensillaban y se preparaban los arados para lo que sería una jornada de trabajo que sólo se detenía al ponerse el sol.
El Fundo se extendía por un gran callejón hacia el norte, hacia un lugar denominado “María Esperanza”, donde terminaba en "pajonales" casi inaccesibles.
La vida del campo era de mucho esfuerzo y las familias que vivían en las chozas del fundo trabajaban sin descanso a cambio de un miserable salario y de un techo que les cobijase.
La miseria, las injusticias, el sufrimiento y las desigualdades eran manifiestos.
A la entrada del fundo y junto a las casas patronales se levantaba un gran silo, que ciertamente despertaba las fantasías de los niños del  fundo y al que ellos no tenían acceso.
El silo del fundo estaba destinado a secar y almacenar el  trigo y maíz.
También allí se depositaba el follaje de los animales, la cebada y la alfalfa.
El silo era una estructura cilíndrica de cemento que tenía una entrada única y que contaba con unos pequeños orificios de  ventilación.
Para los niños y niñas campesinos el silo parecía enorme.
En ocasiones los niños del fundo se asomaban por alguno de estos orificios y gritaban hacia el interior para escuchar el eco de sus voces.
En las noches de luna llena los niños solían jugar en la explanada del silo aprovechando que la luna les servía de iluminación. Era mágico escuchar sus rondas que rompían el constante silencio del atardecer:

                           “¡Qué quería su señoría, mandandirun dirun  dan?
                           - Yo quería una de sus hijas mandandirun dirun dan
                            ¡Y a cuál de ellas quiere usted mandandirun dirun dan?
                            -Yo quería a la Carmencita mandandirun dirun dan”

Los juegos de los niños, permitían que también sus madres se acercaran hacia el silo donde comentaban acerca de sus quehaceres, mientras quemaban las “bostas “de los animales para espantar con el humo,los miles de zancudos que se dejaban caer sobre ellos.
En aquellos pocos minutos también los labradores intercambiaban vivencias y comentarios. No había mucho de qué hablar, pero en esos horas del anochecer se forjaban los pequeños sueños de la gente del campo.
La explanada del silo, era el lugar donde llegaban las cabalgaduras y los bueyes, se reunían los carruajes, se guardaban las herramientas y los tractores y el lugar donde el “Patrón “muy de vez en cuando reunía a “los peones”.
La luna inmensa iluminaba el silo y el fundo y junto a ella, ya cerca de las nueve de la noche cada uno volvía a sus chozas donde cambiaban la plateada luz de la luna, por una vela que alumbraba  la choza.
El fundo “Lo Marcoleta” tuvo su época de gran esplendor entre los años cincuenta y sesenta. Desde allí se extraían los productos agrícolas y la leche.
Además contaba con una gran cantidad de ganado y animales.
Dejó de existir al inicio de la década de los años setenta,  como todas esas haciendas, cuando vino la reforma agraria y los terrenos en muchos casos fueron expropiados para ser urbanizados.
Extrañamente el silo permaneció allí y hoy se encuentra rodeado de villas y pasajes.
Tal vez muchos niños y vecinos de hoy lo miran con una cierta interrogante, sin comprender mucho la historia que anida y los recuerdos y nostalgias que significa para los antiguos lugareños.



30/9/14

EL ALMACÉN DE DON ALFREDO MANGIAMARCHI

"EL GRINGO E´LA LLANTA"

En la esquina de Calle Serrano con la calle Blanco Encalada, se encontraba el Almacén de Don Alfredo Mangiamarchi Córdova.
El barrio donde se encontraba este almacén,contaba con una cuantas casas de adobe y era un lugar de extremada calma y pasividad.
El barrio de la calle Blanco Encalada, era uno de los sectores de mayor quietud en el perímetro del “pueblo”, de hecho ni siquiera pasaba por allí la locomoción colectiva y el tránsito vehicular era  escasísimo. Durante mucho tiempo permaneció inalterable en el tiempo.
Había una que otra casa distanciada permitiendo que se generaran  abundantes huertos frutales en cada uno de los sitios.
Al inicio de los años sesenta, la calle Serrano no contaba con pavimentación y los escasos vecinos del sector sufrían las inclemencias del invierno, de la lluvia y de los barriales que se producían allí.
Era un barrio de viejas construcciones que resistían estoicamente el paso de los años.
El único movimiento que había en ese sector y en esa esquina, era el que producía el Almacén de la familia Mangiamarchi.

Por  entonces, Quilicura era una aldea rural y agrícola. Cada mañana sus escasos 30 mil habitantes se despertaban con el motor del único transporte público que iniciaba su recorrido en la calle Manuel Rodríguez a escasos metros del Almacén.
Antes del amanecer ya circulaban algunos carretones con su tradicional sonido de cascos y herraduras, eran quienes llevaban los productos agrícolas hacia la vega central, lugar desde donde se realizaba la distribución a todos los sectores de la ciudad.
Eran cerca de la 06.30 de la mañana y el sonido del motor de la “micro”,  coincidía con el canto de los gallos y de los cientos de pajarillos que revoloteaban en la frondosa naturaleza de Quilicura.
Chincoles, tórtolas, chercanes, chirigües, gorriones, jilgueros, loicas. pidenes,  zorzales y tencas dejaban sentir sus trinos desde las primeras horas del alba.
La vida transcurría en paz y en calma. Los vecinos se conocían perfectamente de hacía muchos años y el respeto familiar y vecinal formaba parte de los hábitos colectivos.
Quilicura era un espacio de completa paz,  armonía y tranquilidad.
La mayoría de los habitantes se dedicaban a la agricultura y los oficios derivados de ella, como agricultores, como medieros como campesinos o como inquilinos. Esto significaba que las familias podían disponer de su “salario” el día viernes por la tarde, no obstante que el trabajo del campo no se detenía ni sábados ni domingos ni festivos.
En el campo, en el trabajo agrícola, en los fundos,  los días para los trabajadores no tenían gran diferencia. Ellos esperaban la tarde del viernes en que recibían el “salario “y esperaban las  fiestas del dieciocho. Estos eran el único paréntesis en las jornadas laborales.
El resto del año era un trabajo incesante y permanente.
Era normal por lo tanto que el almacén de don Alfredo y todos los pequeños “boliches “ que había en Quilicura exhibieran un especial movimiento los viernes al anochecer y los días sábados durante las diferentes horas.
Cerca de las seis de la tarde, cada viernes los vecinos comenzaban a llegar al almacén de la familia Mangiamarchi donde eran  atendidos por Don Alfredo la señora Amalia y eventualmente algunos de sus cuatro hijos.
La gente venía caminando, en bicicletas en caballo o en carretones.
La gente de Quilicura tenía como hábito utilizar la calle para desplazarse. Era lo natural, no había transito vehicular. Años más tarde cuando se expandió el uso de vehículos motorizados esto fue muy significativo puesto que la gente más antigua continuó con este hábito y ocasionaba muchas dificultades especialmente en las jornadas festivas.
El almacén de la calle Blanco Encalada, contaba con todo tipo de enseres y productos.
No había otro local similar en toda la comuna.
Yendo por la calle Serrano su fachada cerraba el paso hacia la visión del cerro de Quilicura que más bien parecía parte de su estructura. Era una fachada muy simple desde donde se levantaban tres cortinas de hojalata corrugada y mostraban un interior semi oscuro sin ninguna estética.
Había un gran mesón de atención y desde el techo colgaban los artículos más diversos: bicicletas, juguetes, ollas, papeles, herramientas, prendas de vestir, regaderas  monturas o riendas.
Había estanterías que contenían otro tanto de productos que la gente podía solicitar a los dependientes. Lo que el vecino necesitara estaba allí entre cientos de colgajos papeles,  géneros y telas..
Nosotros,  los niños de entonces, comprábamos allí el papel de volantín en los días de septiembre.
Los días viernes eran los de mayor movimiento y eventualmente Don Alfredo atendía hasta pasadas las nueve de la noche.
El salario de los trabajadores generalmente quedaba allí.
Al término de los años cincuenta, Quilicura contaba con una red de alumbrado público que cubría sólo algunos sectores del “pueblo”.  Se trataba de  postes de madera de eucaliptus  ubicados cada cincuenta metros con una ampolleta tan pequeña que no se lograba distinguir la luz del siguiente poste.
A las nueve de la noche, la aldea dormía porque ya no había nada más que hacer y la quietud reinaba sobre las casas de adobe, sobre los establos sobre los callejones  y sobre los sembrados.
Los vehículos motorizados eran muy escasos de tal manera que la calma de la noche sólo la interrumpían los ladridos de los perros: al amanecer el canto de los gallos y los cascos de los caballos sobre el cemento.
La comuna tenía un centro comercial  que contaba con  unas cuantas verdulerías, una carnicería, una panadería, una farmacia  y algunos pequeños “boliches” de expendio de productos.
Si se necesitaba algo específico había que concurrir  al  almacén de Don Alfredo.
El almacén contaba también con repuestos  para bicicletas y accesorios para vehículos. Era la época en que se iniciaba el uso de tractores y otras maquinarias agrícolas.
Precisamente a raíz de esto, Don Alfredo, mas bien su padre, había colgado una llanta de automóvil indicando que dentro de su local también se podía encontrar algunos repuestos simples para vehículos motorizados.
La gente, los  lugareños identificaron el almacén  y a su dueño como “el gringo de la llanta”
El esplendor y la prosperidad  del “Gringo e’ la llanta” se produjo durante la década de los años sesenta, años en que la familia Mangiamarchi gozaba de gran admiración y respeto de parte de toda la vecindad.
Los antiguos quilicuranos siempre recordarían aquel lugar que mantuvo su vigencia durante cuatro décadas.
Al igual que otras antiguas familias quilicuranas, constituyen parte importante de nuestra historia.










9/9/14

AL INICIO DE LA DÉCADA DE LOS 90, SURGE LA PRIMERA RADIO DE QUILICURA



Al promediar los años 90, una gran efervescencia  juvenil  se dejaba notar en nuestra comuna.
Por alguna razón social, numerosos grupos de adolescentes y jóvenes se reunían en diversas instancias.
El deporte, que hasta hace pocos años, en nuestra comuna,  era el nutriente de participación juvenil, especialmente el fútbol, daba paso ahora a otro tipo de manifestaciones.
Se abría un nuevo abanico que daba acceso a diversas instancias de participación juvenil  y ya no sólo era el fútbol  lo que motivaba a los adolescentes y los jóvenes.
Ahora, la presencia activa venía a través de los grupos parroquiales que se multiplicaban cada día.
Pero no solamente la conjunción de los jóvenes se realizaba en la parroquia. Había también otras posibilidades para que la juventud se reuniera.
Estaban las organizaciones sociales, los partidos políticos, los proyectos extra programáticos de educación, las organizaciones juveniles municipales, las Instituciones de beneficencia.
Los proyectos educativos se habían diseñado con un carácter de asistencialidad en consideración a las restricciones económicas pos dictadura. Sin embargo  adquirieron una inusual fuerza de participación juvenil que terminó propiciando actividades permanentes de solidaridad entre la juventud. De allí surgirían los líderes juveniles que años más tarde estarían al frente de las decisiones comunales.
En la década de los noventa la comunidad nacional había salido de una dictadura militar  y se gestaba el reencuentro con la democracia que por tantos años había permanecido exiliada de nuestra vida cotidiana.
Eran ansias de participación y un abanico de posibilidades para que la sociedad generara sus nuevos espacios.
Quilicura comenzaba un vertiginoso cambio demográfico que transformaría para siempre la imagen  de un pueblo rural dedicado a la agricultura.
Las antiguas casas y casonas de adobe dieron paso al cemento y a las nuevas villas que se establecieron en todos los sectores de lo que fue el antiguo Quilicura.
Los sectores que por muchos años definieron nuestra geografía y que los vecinos denominaban: “el pueblo”, “san Luis”, “lo Campino”, “las Parcelas”, “la Estación”  “lo Zañartu”, dieron paso a otros  barrios.
Estos barrios tradicionales y antiguos se trasformaron en nuevas villas que trajeron grandes cantidades de habitantes de diversos orígenes y que transformarían la idiosincrasia y la identidad de nuestra comuna.
En menos de una década, la población de Quilicura varió de 35.000 habitantes a 80 o noventa mil.
Las villas se multiplicaron.
Los antiguos vecinos vieron como aparecía en la comuna un “nuevo quilicurano”.
La plaza de la comuna que solamente tenía un carácter ornamental se transformó en estos años en un lugar de encuentro, especialmente en los primeros horarios de la noche, instantes en que convergían grupos de jóvenes a conversar o a participar de las en ciernes  batucadas.
Al promediar la década de los noventa eran muchos jóvenes los que tenían esta necesidad de comunicación y canalizaban sus inquietudes.
Una novedosa actividad dio respuesta a esta necesidad.
Un grupo de jóvenes al amparo de los proyectos del municipio instalaron una radio comunitaria en la plaza de Quilicura. El formato era de gran simpleza. Se escuchaba música y se participaba en concursos.
Un grupo de muchachos cada día instalaba unos simples equipos de sonido y desde una gaceta se enviaban saludos y se dedicaban los temas musicales.
Los jóvenes denominaron esta experiencia como “radio Plaza”.
En aquel tiempo las emisoras del dial no otorgaban espacios a las emisoras  comunitarias.
No existían aún.
La radio “plaza”, emitía su programación a partir de las 20.00 horas y coincidía con el término de la estación invernal por lo que tenía una gran calidez y una creciente presencia de jóvenes.
Jóvenes y muchachas se reunían en los pasillos, en los jardines, en los escaños y disfrutaban una o dos horas de programa entre risas y cantos. Los vecinos presenciaban con mucha simpatía la nueva experiencia juvenil.
Por una casualidad, un día por la tarde, el párroco que transitaba por la plaza escuchó la música y los saludos.
Ese fue el trampolín para que la radio se trasladara a la parroquia.
A poco andar en el dial aparecía la flamante radio Quilicura.
















"Canada's sound" orquesta tropical de la Escuela Canadá


23/4/14

EL FUNDO LO ECHEVERS DE QUILICURA

                                                              La reforma agraria 
En el año 1959, al ascender a unos de los cerros de Quilicura, desde la cumbre se podía distinguir la extensión de sus terrenos y el color de los árboles y el campo.
Al dirigir la vista hacia norte se divisaban nítidamente las casas del pueblo y sus tejados y techos de zinc.
Era un villorrio pequeño de construcciones de adobe, que no se extendía más allá de unos tres o cuatro kilómetros.
A lo lejos, en la línea del horizonte, se recortaban los cerros de la comuna de Colina que parecían recobrar vida propia, con sus tonos verdes y amarillos.
Al mirar hacia el poniente, el campo se exhibía en todo su verdor y era muy fácil visualizar los sembrados en pequeños predios, de acuerdo a lo que los campesinos habían trabajado.
Los surcos estaban dibujados y hasta se podía observar el pequeño arroyuelo que regaba las hortalizas.
Al contemplar el paisaje hacia el poniente, lo que se distinguía era el llamado “Fundo Lo Echevers”, un enorme espacio verde que dominaba todo el paisaje hasta donde se perdía la vista.
El fundo tenía como límite la ladera del cerro donde un camino rocoso y pequeño serpenteaba la falda y por allí los deudos caminaban hacia el cementerio local.

La extensión del camino hacia el cementerio era algo así como dos kilómetros; sin embargo, el fundo iba mucho más allá de eso, hasta encontrarse  con el límite de la localidad de Renca.
Era el fundo Lo Echevers, un enorme espacio verde que la vista no contenía de una sola mirada.
Tenía algo de misterio, pues sus accesos estaban protegidos con árboles y zarzamoras y en el interior una naturaleza casi virginal se descomponía en múltiples especies.
La vegetación era exuberante, lo que convertía ese lugar en un espacio de frescura natural donde el calor parecía no llegar.
Eran  infinidad de árboles los que circundaban el largo perímetro y que se multiplicaban y crecían ilimitadamente.
Los niños escolares de la época tenían la posibilidad de recorrer la intimidad del fundo, porque cada año durante el mes de octubre existía una fecha denominada “El día del juego y la recreación “. Ese día la única Escuela del “pueblo”( 165 ),se trasladaba completa hacia ese lugar y los niños podían jugar y recorrer por los rincones de sus parajes.
Sin duda que entre álamos y sauces, los más altos y frondosos eran la gran cantidad de eucaliptos que aromatizaban el lugar y provocaban  un silbido mágico cuando venía la brisa.
Las chozas y las construcciones eran poquísimas, o probablemente habían sido levantadas en alguno de los sectores hacia el camino del “Noviciado”, que se encontraba hacia el valle del Mapocho.
El fundo Lo Echevers era muy extenso, sin embargo no era el único, porque en Quilicura había otras haciendas tan grandes como esta, alguno de los más  emblemáticos lugares fueron  el Fundo “Lo Marcoleta”, el fundo “Lo Cruzat”, el fundo “Lo Ruiz”, el fundo “San Luis”.
La vida en el campo era muy simple.
El dueño del fundo dominaba su gran hacienda y contaba con tierras, herramientas, carruajes, animales y trabajadores.
Los trabajadores eran inquilinos a los que se les asignaba una choza, una rancha, para que durante su vida, ellos y sus hijos hicieran producir la tierra con todo tipo de productos. Estos productos eran comercializados en grandes centros de distribución y de este modo  se acrecentaban los bienes y las riquezas de los dueños.
En Quilicura la tierra era muy fértil y las cosechas de zapallos, melones y sandías eran de gran connotación.
Sin duda que las verduras eran las de mayor producción, pero al mismo tiempo eran las siembras y cosechas que acrecentaban las miserias de los campesinos y trabajadores.


Los inviernos eran inclementes y el apio y otras verduras debían de cosecharse a veces en medio de la lluvia o las heladas.
El campesinado no reaccionaba frente a este hecho, porque la vida ya les había enseñado que se nacía pobre o rico, débil o poderoso.
Nadie podía sobreponerse a  esta situación, la vida del campo tenía sus reglas de supervivencia y al menos antes de los años sesenta, a nadie se la habría ocurrido reaccionar a este tipo de vida.
Los inquilinos y campesinos pertenecían al eslabón más pobre de lo que era la sociedad Chilena.
Los hijos que nacían seguían viviendo en el campo y el ciclo se repetía.
La tierra estaba en manos de unas pocas familias chilenas que habían creado grandísimas fortunas.
El fundo de lo Echevers pertenecía a una de estas familias:
La familia Vergara Echevers.
José Francisco Vergara Echevers

La familia Vergara disponía de haciendas en la localidad de Viña del Mar, donde fueron fundadores y gozaban de una refinada vida cultural y social.
La vida en nuestro país,  estaba organizada con un modelo de latifundios y muy pocas personas podían darse cuenta de las enormes injusticias y desigualdades que existían en la cotidianidad de la vida.
Los gobiernos locales se sucedían bajo las mismas condiciones, alternando las Alcaldías, de tal modo que nuestra historia sólo registra apellidos vinculados a los grandes terratenientes.
Lo mismo ocurría en el Gobierno Central, donde se sucedían los presidentes emanados de los partidos más conservadores de Chile.
 No estaba en el proyecto de ningún partido, remover  los cimientos de la política que obviamente favorecía y estimulaban la riqueza de la oligarquía.
En el año 1960 un aire de cambios y de movilidad social despertaba la conciencia de los pueblos del mundo.
Aunque nuestro país, geográficamente al igual que hoy, se encontraba aislado, de una manera muy sutil e inocente también recibía los ecos que llegaban desde las otras latitudes del mundo.
En el año 1964, se produjo un hecho político que alteraría de una manera u otra los cimientes de la sociedad Chilena.


Ese año en el mes de septiembre, fue electo como Presidente de Chile el Señor Eduardo Frei Montalva, quien había propiciado una “Revolución en libertad” como alternativa a la propuesta de los partidos de la izquierda, que merced a muchos años de lucha, habían logrado insertar la palabra “revolución” en los modelos de la política.
La revolución en libertad tenía como propuesta central la reforma agraria que se traducía en el eslogan “la tierra para los trabajadores”.
Los grandes terratenientes y los latifundios temblaron, porque el proceso esta vez si que parecía irreversible. Los políticos de la derecha habían sido derrotados y un clima de justicia clamaba desde la tierra.
En menos de dos años se habían establecido cientos de pequeñas cooperativas de campesinos y se había organizado el movimiento de los agricultores.
Todo giraba en torno a los Asentamientos.
Lo que se propiciaba en esos días era la expropiación de los latifundios y se les entregaba  la tierra a las cooperativas de trabajadores agrícolas organizados. Este inmenso movimiento fue conocido como la CORA, Corporación de la reforma agraria.
Los fundos comenzaron a ser expropiados.
En Quilicura esto no fue la excepción.
Existió una organización de agricultores y campesinos que conformaron la cooperativa agrícola y que orientados por abogados y políticos no demoraron mucho en hacer propias las propuestas del Gobierno de Eduardo Frei.
Surgieron los Asentamientos.
Uno de ellos fue el Asentamiento de Lo Echevers
En todo proceso se producen injusticias  y la mano de la mezquindad se hace presente.
Viejos  campesinos que trabajaron desde su infancia en las condiciones adversas de la tierra y de la sociedad, quedaron marginados de los beneficios de la CORA.
Así ocurrió en Quilicura.
Pero la reforma siguió adelante y el fundo de lo Echevers fue expropiado entre los años 1965 y 1966.
Fueron parcelados sus terrenos y los trabajadores de la tierra y sus familias, iniciaron una nueva vida.
En el año 1967 una extensa franja del Fundo, hacia el norte fue transferida a la llamada “Operación Sitio” y allí se instalaron cerca de 400 familias.
Junto con la reforma agraria, el otro gran proyecto social de la época era “Una vivienda digna para los chilenos”. Esta acción del gobierno se traducía en la búsqueda rápida de lugares para establecer centros poblacionales.
Una de las estrategias sociales era la “operación sitio”, que organizaba a pobladores “sin casa”, en grandes asociaciones y sindicatos.
Es de este modo que surge la Población María Ruiz Tagle, hoy conocida como “El Mañio”.
Lo que no se efectuó en decenas de años, se estaba realizando en no más de un lustro.
A fines del año 1968, el fundo “Lo Echevers” ya había dejado de existir y la mirada desde el cerro de Quilicura, dejaba ver ahora un sinnúmero de pequeñas parcelas y en  cada una de ellas, se había levantado una pequeña casa.
Parte de lo que ayer era un predio agrícola se cubrió de pasajes y calles con la nueva y pionera población.
Lo que el progreso traería años después, como todas las cosas, era impredecible.








2/1/14

INQUILINOS, CAMPESINOS Y RAMADAS.

         

La comuna de Quilicura era una zona agrícola.
La descripción corresponde a un pueblo, a una pequeña aldea cuyos habitantes eran en gran porcentaje, campesinos e inquilinos.
Lo anterior variaría notablemente después de la década del año 1970, para trasformar definitivamente esta comuna en un centro de desarrollo poblacional. El crecimiento demográfico se hizo insostenible al inicio de los años noventa.
Durante estas dos décadas se borraría todo vestigio de un pueblo que se caracterizó por una vida quieta y apacible realizando las labores del campo.
Antes de ello, esta zona era un amplio espacio verde con sauces, acacias. álamos, árboles frutales , eucaliptos, viñas y enredaderas.
Muy de mañana los escasos caminos veían pasar a los campesinos que se dirigían a sus lugares de trabajo.
No era difícil entender lo que cada personaje representaba por que generalmente llevaba una herramienta sobre sus hombros: Una horqueta, un rastrillo, un azadón.
Una única vía central serpenteaba por la aldea, era la calle que conectaba a  Quilicura con la carretera panamericana, pero que se extinguía hacia el poniente, en la entrada del Fundo San Luis.
Vehículos motorizados prácticamente no existían, eran muy pocos: al margen de la “micro” y de uno que otro camión de carga o tractor, los automóviles sólo pertenecían a las familias más acaudaladas.
Por la calle central y los callejones se dejaban  ver jinetes, ciclistas, carretas y carretones.
El ruido de los cascos de los caballos rompía la quietud del amanecer.
Era la señal inequívoca de que una nueva jornada se iniciaba.
Calles floridas y solitarias, callejones con alamedas,  viñas y parrones, una brisa sutil moviendo las plantas y flores  silvestres, tal era la postal de Quilicura a fines de la década de los años cincuenta.
Los campesinos labraban y trabajaban la tierra en algunos de los muchos fundos y haciendas que componían el territorio.
Loa inquilinos vivían en las pequeñas ranchas que disponía el fundo para que sus trabajadores hicieran producir la tierra en las diferentes épocas del año.
Durante el invierno bajo las heladas  las lluvias y las escarchas los trabajadores del campo cosechaban las verduras, el apio, los rábanos, las acelgas.
Durante el verano y luego de intensas jornadas de trabajo la tierra producía los melones, los zapallos, las sandías, los tomates.
La formula comercial era simple: El patrón del fundo disponía de tierras, herramientas y animales que sus inquilinos y campesinos convertían en productos agrícolas.
Estos se comercializaban en los terminales y de allí se distribuían a los diferentes sectores de la ciudad.
Por este trabajo el campesino recibía su jornal y el inquilino su salario.
La vida y las condiciones para las familias del campo, eran míseras.
El trabajo que se realizaba en las “chacras” era continuo, duro y esforzado.
 A veces se realizaba en la soledad junto a la tierra y en otras ocasiones se compartían las labores y era en estos casos donde mujeres y niños ayudaban a sus esposos hermanos o padres.
Este acontecimiento en que la familia se constituía en una comunidad laboral sucedía en las plantaciones de cebollas en que es necesario que cada planta quedé en el lugar propicio, ocurría también durante la época de las heladas en que era muy necesario “tapar” los pequeños brotes de los zapallos. Pero también ocurría en la cosecha de choclos, en el corte de porotos pero muy especialmente en la época de los tomates.
Al término del mes de diciembre se cosechaban los tomates y coincidía con los días más calurosos del verano.
Los jefes de hogar, los inquilinos o campesinos construían una enramada para lo cual utilizaban ramas de sauces y de álamos y confeccionaban una suerte de choza para protegerse del sol.
Estas “ramadas” eran algo así como el centro de operaciones de la cosecha de los tomates. Los niños y las mujeres provistos de canastos de mimbre”agarraban” los tomates de las matas y los trasportaban hacia la ramada.
Bajo las ramas estaban los “embaladores “que clasificaban  los tomates en primera, segunda o tercera y los ordenaban en un cajón.
La faena se extendía hasta el atardecer porque el trabajo consistía en embalar cincuenta, setenta o cien cajas las que serían enviadas a los centros de comercio de la ciudad.
En las ramadas se realizaba el almuerzo y la once.
La mayoría del tiempo el almuerzo consistía en  “sanguches” de tomate con cebolla y la once era el té que se tomaba en unos “choqueros”.
El “choquero”, no era otra cosa más que un tarro de café con un alambre, atado en forma de asa.
Pero el día transcurría consumiendo uno que otro melón y las exquisitas sandías que casi la mayoría del tiempo, estaban a la mano.
Una pequeña comunidad compartía el alimento, el trabajo, las bromas, las conversaciones, los sueños y las vivencias.
Los niños deambulaban por el campo jugando con insectos y lagartijas.
El sol implacable curtía la piel de los trabajadores del campo.



4/11/13

UN FUNERAL ENTRE LLANTOS, CONSIGNAS Y FUSILES

WILSON DANIEL HENRÍQUEZ GALLEGOS



En el año 1987, Quilicura aún era una comuna con ciertos rasgos rurales. Todavía quedaban calles y sectores que mostraban algo de la historia agrícola, precisamente  lo que había originado la creación de la comuna.
El alumbrado público aún era muy precario y mantenía en penumbras los rincones de la aldea, en las noches casi solitarias.
Aún por esos años, los vecinos mantenían algunas tradiciones y costumbres que habían heredado de nuestras familias más antiguas y que perduraban casi heroicamente.
Una de estas tradiciones era el respeto y cariño por la Iglesia católica y sus festividades.
Otra, era el fútbol de los domingos y por otro lado, las fiestas escolares.
Y una tradición permanente era el amor hacia los muertos.
En el ámbito escolar, aún se mantenía la hegemonía de las Escuelas Municipales con los colegios particulares que ya se desplazaban por nuestros barrios.
Quilicura, al igual que el resto del país vivía bajo un régimen militar que oprimía de una manera casi cruel a nuestra sociedad desde hacía 14 años, pero que sin embargo se atisbaban ya los pequeños rayos de la libertad.
En el año 1987 un invierno más frío que lluvioso hacía sentir su inclemencia sobre los sectores más modestos.
Yo era profesor desde el año 1970.
Nuestra Escuela, el lugar de nuestro trabajo,  era un oasis de esfuerzo y de abnegación laboral y constituía un refugio solidario y familiar.
La Escuela 337 estaba ubicada en el corazón de la Población “El Mañío”.
El recorrido desde el sector céntrico hacia El Mañío eran unos quince minutos caminando a ritmo normal. La ruta diaria  permitía observar los hogares modestos, sentir en el rostro, el frío y las heladas de la mañana.
Realizando este camino, Quilicura dejaba ver su pobreza.
La pobreza y el descontento no aparecían en la TV.
A mediados del mes de junio del año 1987, la prensa la radio y la TV, que se mantenían controladas por el Régimen, dio a conocer la noticia de un "enfrentamiento entre las fuerzas policiales y un grupo de extremistas del frente patriótico Manuel Rodríguez.”
En estos enfrentamientos sucesivos habían resultado heridos algunos  miembros de las fuerzas especiales y habían sido abatidos un grupo de 12 “extremistas” la mayoría de los cuales se refugiaban en la calle Pedro Donoso de la comuna de Recoleta.
El día 15 de junio, la Iglesia celebraba la festividad de Corpus Christi.
En esa misma noche hubo también otros tiroteos en la Comuna de San Miguel.
Las noticias de la TV mostraban el lugar donde se había producido la balacera y los cadáveres de “los guerrilleros “esparcidos en una casa.
Esto no era nuevo.
La TV y los medios de comunicación, incontrarrestables en esa época, entregaban las informaciones de “extremistas” muertos con cierta frecuencia: algunos  morían portando explosivos, otros morían al oponerse a la  policía, otros morían como consecuencia de sus propias revanchas y también se producían muertes por “enfrenamientos”.
Muchos de nosotros, ya sabíamos que eran permanentes montajes informativos.
Todos los medios de comunicación sin excepción entregaban la versión oficial y única.  Generalmente había unos testigos y un oficial que explicaba técnicamente en lo que había consistido el enfrentamiento,  luego el Gobierno justificaba las muertes.
En la noche de Corpus Christi obviamente no hubo ningún enfrenamiento sino que lo que ocurrió fue una matanza planeada desde la C.N I. para aniquilar el “Frente patriótico Manuel Rodríguez”
El nombre de esta operación fue “Albania”
Esto no era algo nuevo. Chile vivía bajo ese régimen de terror y mentiras.
La noticia se expandió y se hizo sentir en nuestra Escuela.
Uno de los abatidos era Wilson Henríquez Gallegos, un joven que vivía en uno de los pasajes de la población “El Mañío”.
La consternación la provocaba tanto la trágica noticia como el hecho de que el joven Wilson, viviera en nuestra población y era conocido de todos los vecinos.
El suceso nos llenó de temor porque precisamente ese era uno de los objetivos de esta masacre.
Por aquellos días, muchos de nosotros habíamos encontrado un refugio social bajo el alero de la iglesia y prontamente la noticia del asesinato de Henríquez  provocó un hondo sentimiento.
En Chile asesinaban muchas personas, pero este caso estaba mucho más cercano, de tal manera que las oraciones por su familia en forma anónima se hacían sentir en nuestras comunidades.
El cadáver de Wilson Henríquez finalmente fue entregado a su familia.
Tenía 21 impactos de bala. Luego de ultrajarlo lo fusilaron en el patio de una casa en la calle Varas Mena en un barrio de San Miguel.
El párroco de la época, en el invierno del año 1987, se encontraba fuera de Quilicura y nos pidió que acompañáramos a su familia el día de las exequias.
 Éramos dos personas. Nancy y yo.


Quilicura fue fundada a inicios de siglo, en el año 1901 y junto con ello  había entrado también en vigencia el cementerio de Quilicura.
En efecto, el cementerio distaba del “pueblo”, poco más de tres kilómetros por un sendero que bordeaba el cerro.
vista interior del cementerio.
Era un viejo camino que en parte se había conformado por el paso de las carretas y carretones a la localidad de Renca.
El sendero rocoso se fue formando en la falda de la cadena de cerros, en una extensa planicie que durante el inicio de la primavera se cubría de “huilles”, hermosas flores silvestres rosadas y blancas que embellecían el paisaje casi virginal.
Por aquel sendero transitaban los deudos hacia el cementerio local.
Los funerales hasta esos  días eran todo un ritual, un pequeño ritual que venía de las generaciones anteriores. Todo se iniciaba con las oraciones y el repicar de las campanas y de allí comenzaba el largo viaje.
Encabezaba el cortejo el féretro que cargaban cuatro o seis familiares o amigos, todos varones. Tras de ellos marchaban los “cargadores” que turnándose cada treinta o cuarenta metros iban haciendo los relevos hasta llegar al cementerio.
Luego de la organizada fila de hombres, venían las mujeres vestidas de luto con sus oraciones llantos y flores..
Era un cansador y penoso viaje, llevando el ataúd “a pulso”, lo que ocurría bajo el sol abrasador del verano o bajo la intensa lluvia del invierno.
Generalmente los que profesaban la fe católica, antes del inicio del cortejo participaban de la misa.
Esto fue una tradición absolutamente enraizada que fue disipándose con la creación de otras capillas.

El cadáver de Wilson,  permaneció para su velatorio en la nueva capilla San Gerardo de la población “El Mañío”.
Sus exequias se realizarían el día sábado.
Nancy y yo portábamos un rosario y los textos para el responso, porque era lo usual para acompañar a las familias.
La pequeña capilla de madera, se encuentra  ubicada en la calle central por el  acceso a la población.
Aquel día, desde lejos se divisaba movimiento de gente y algo extraño en el ambiente.
Frente a la capilla se habían instalado dos “micros” de carabineros y un poco más allá dos patrulleras con sus balizas encendidas. Eran las 15.30 horas.
Un bullicio nos esperaba al ingresar a la capilla.
Un Diacono que no conocíamos, terminaba de hacer las oraciones y entre el llanto, el desconsuelo, la ira y la impotencia se escuchaban gritos y consignas.
La escena era conmovedora: niños y jóvenes rodeando abrazados el ataúd y gente que lloraba con gemidos desesperados.
Quedamos estupefactos y permanecimos en silencio en la puerta de la capilla.
Nancy atinó a decirle a alguien “somos de la parroquia y nos ha enviado el párroco”.
Todos querían estar en contacto con el féretro, de tal manera que fue sacado de la capilla entre  muchísimos brazos. Los lamentos y los gritos no cesaron sino que se intensificaron con voces ya roncas y cansadas.
Los pobladores miraban desde lejos. No era difícil suponer que los medios de comunicación influían en la actitud temerosa de la gente.
Esta vez el ritual para trasladar al difunto se trastocó en algo de especial dramatismo.
No hubo fila de “cargadores”, sino un grupo compacto de jóvenes que caminaban abrazados en torno al féretro, llorando y gritando.
¡Compañero Wilson Henríquez!
¡Presente!
¿Quién lo mató?
¡La dictadura!
¿Quién lo vengará?
¡El pueblo!
¿Y cómo lo haremos?
¡Luchando, creando poder popular!
¿Compañero Wilson Henríquez?
¡Presente!
¡Ahora y siempre..!
El cortejo emprendió rumbo hacia el cementerio con paso raudo y decidido, casi al ritmo de una marcha callejera.
Todos apuramos el paso para poder seguirlo.
El llanto y los gritos no cesaron.
Había más patrulleras en las esquinas y grupos armados de carabineros provistos de cascos y fusiles.
Decenas de curiosos observando desde lejos.
A nuestras espaldas  se instalaron las “micros” y nos siguieron durante el largo camino.
Era una tarde soleada del mes de junio.
Al volver la vista hacia los cerros se divisaban uniformados soldados y carabineros apostados apuntándonos hacia el cortejo con sus fusiles.
Una fila de militares armados marchaban por la planicie del cerro al mismo ritmo de nuestro cortejo y varios carabineros con uniformes de combate se instalaron a ambos  costados de los asistentes que éramos poco más de cien.
Todos se abalanzaban sobre la urna y apresuraban el paso.
En Quilicura estábamos habituados a cortejos lentos y ordenados donde la fila de acompañantes se extendía por muchos metros.
No fue así en esta ocasión.
Los carabineros y las fuerzas de seguridad en ocasiones habían dispersado muchos funerales,  terminaban lanzando bombas lacrimógenas  y realizando disparos creando el caos y el pánico entre los deudos.
Quizás era lo que pensaban y temían todos los que rodeaban el féretro.
Como quiera que fuese, se respiraba la ira el dolor y la impotencia entre los gritos desgarrados  y el clamor por la  justicia.
Nancy y yo caminábamos a unos metros del ataúd, sin comprender aquel inmenso despliegue militar y pensando en que la familia requería algo de paz para sepultar al hijo tan querido.
Pero no hubo paz.
La fosa para el ataúd ya esperaba y un joven arengó a los asistentes al funeral.

“¡Nada hay que aceptar a esta dictadura y a estos asesinos, compañeros,   hay que luchar sin miedo contra el tirano y el pueblo se tiene que organizar, porque estos perros seguirán matando y persiguiendo a nuestros compañeros. 
La batuta la tiene el pueblo y  le haremos frente a cada uno de sus ataques.
Que no decaiga la lucha contra el tirano y contra la dictadura, el pueblo tiene que estar siempre de pie.
Este llanto de las compañeras se debe transformar en fuerza para la organización!”

Caía la tarde en el camposanto.
Afortunadamente los fusiles se ubicaron a distancia y sólo ingresaron hasta el lugar del sepelio uno que otro agente que pretendían confundirse con el grupo de acompañantes y familiares.
El desconsuelo era más poderoso y en verdad poco importaba lo que harían los servicios represivos.
Quienes estaban junto  a nosotros escucharon que rezábamos el padre nuestro y se unieron a la oración.
Alguien a lo lejos gritó:
 “¡Damos las gracias a la Iglesia católica!”
Algo temerosos aún, Nancy y yo, abandonamos el cementerio.


Abatidos en la "Operación Albania".















Retrato de Wilson

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